Facebook: Censura precarizada y banalidad

El informe Digital In 2020 elaborado por We Are Social en colaboración con Hootsuite indica que con 2.449 millones de usuarios, Facebook es la red social con más seguidores en el mundo. En tiempos de Covid19 es probable que ése número haya aumentado. En medio del miedo a la pandemia, la pandemia del miedo: banalidad, censura y precariedad laboral como eslabones de una cadena en forma de una red social.

En su parábola Ante la ley, publicada en 1915 durante la Gran Guerra, Franz Kafka plantea el problema de un hombre sencillo que desea -vanamente- ingresar a la ley por una puerta custodiada por un guardián que se lo impide.

Entre sus numerosas interpretaciones y simbolismos, el autor checo pareciera preguntar si es factible para una persona acudir ante la ley en tanto es una instancia que, pese incluirnos, nos excluye. Algo que está en todas partes y en ninguna, un imperio custodiado por guardianes que renuncian a conocer lo que otros no pueden saber sencillamente porque al ser todo, deja de ser.

“Cuando algo es gratis, el producto sos vos”, dijo alguien por ahí. Una frase de apariencia apocalíptica, ideal para tiempos de pandemia, pero que a fuerza de experiencia adquiere contornos de certeza.

En menos de una década, la realidad adquirió forma de red. Sin quererlo, aunque a sabiendas, mediatizamos y otorgamos soberanías sobre nuestros planos a una serie de empresas -que se fagocitan entre sí- a las que les cedemos nuestros recuerdos, trabajos, obras, sabores, humores y amores.

Estamos ante una nueva ley que sólo nos pide para ingresar tildar un cuadrito de aceptación de “términos y condiciones”. Dicen que el alma pesa 21 gramos. No sé si ése será su peso, pero su formato es el de una casilla de aceptación de términos y condiciones.

La banalidad de la presencia

Las redes están en todas partes, es decir en ninguna. Si mi silla está frente a mi mesa no puede estar en mi baño. No estar en casi ningún lugar es la condición de estar en uno; estar en todos es la de la permanente ausencia. Una suerte de banalidad de la presencia.

Todo esto viene a que Facebook aplicó una forma, bastante precaria, por cierto, de censura previa a una nota periodística de mi autoría titulada Un hombre solo que publiqué en este medio y en la que rescato el valor de defender la libertad contra el totalitarismo.

Esa nota y la imagen que la ilustra -una foto libre de derechos- ya habían sido posteadas anteriormente en esa plataforma lo cual vuelven más absurdas la censura y la sanción por mostrar a August Landmesser, un trabajador alemán, que se negó a aceptar la opresión nazi que le impedía casarse con Irma, por que ella era judía. Ellos y sus hijas pagaron con su vida su derecho a vivir, sentir y pensar en libertad.

El algoritmo de Facebook no sólo vetó el artículo, sino que también -de manera inmediata y fulminante- inhabilitó mi cuenta por lo cual ya no sólo no puedo interactuar más con mis contactos sino que, además, tampoco puedo acceder a muchos de los recuerdos que atesoraba en esa red social y gran parte del material periodístico y literario de mi autoría.

Quien haya sido mi contacto (eso que la red social fundada por un hombre que admitió jamás haber experimentado la amistad conoce como ‘amigos’) y revise nuestras interacciones encontrará chats en los que se leerá a sí mismo hablando solo ante un rostro ausente. Y acá me abstengo de hacer valoraciones.

La única alternativa que ofrece Facebook para acceder a un elemental derecho a defensa es mandar un correo electrónico destinado a nadie en ningún lugar y una invitación a leer las reglas y condiciones de la comunidad, una comunidad sin comunes y sin leyes.

Imagínense a la policía arrestándolos y al preguntar el por qué de ese arresto como única respuesta les alcanzaran el código penal.¿La excusa? “Estamos muy ocupados combatiendo las fake news relacionadas con la Covid 19”. La pandemia como respuesta a todo. El miedo como excusa, escenario y herramienta de control.

Cuando lo precario es regla

Una investigación del sitio español eldiario.es, un medio digital independiente propiedad de periodistas y financiado por sus lectores, explica cómo la red social cuenta con un plantel de más 15.000 personas subcontratadas y precarizadas laboralmente distribuidas en 20 ciudades alrededor del mundo que complementan al algoritmo.

Según la investigación, cada uno de estos jóvenes -sin otra cualificación profesional que un curso de dos semanas- toman 500 decisiones de publicación diarias de contenido, lo que implica 30 exiguos segundos para decidir si una foto exalta al terrorismo islámico o si se trata de un paquistaní tomándose una selfie en Picadilly Circus.

“Un revisor de contenido está siempre vigilado: si alguien saca el móvil del bolsillo o una botella de agua, será sancionado por los jefes, que tienen un sistema para que los trabajadores se denuncien unos a otros a cambio de premios por buen comportamiento”, revelan los periodistas Juan Luis Sánchez y David Sarabia en su investigación.

Los colegas españoles ponen de relieve que mientras todo lo referente a Hitler es borrado, los posteos para  ensalzar a Franco o Mussolini están permitidos. ¿La excusa? La apología del franquismo no es delito en España pero la del nazismo sí lo es en Alemania.

Una explicación que se choca contra la investigación de Los Angeles Times que demuestra como Facebook no solo no vetaba los muros de grupos neonazis en Estado Unidos sino que, además, permitía que se pudiera hacer publicidad segmentada específicamente para sus usuarios, uno de los pilares del modelo de negocio de la red creada por Zuckerberg.

El fomento de la estupidez y el anticipo de Borges

“Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor”, dijo Jorge Luis Borges en 1946 durante un homenaje que le hizo un grupo de escritores.

Ese párrafo admirable ya había sido posteado en mi muro de Facebook acompañado con un archivo de intercambio de imágenes (los *.GIF) de la noche triste del 10 de mayo de 1933 cuando las hordas de la federación nazi de estudiantes quemaron públicamente libros en la Plaza de la Ópera en Berlín y en otras 21 ciudades. Esa inquisitorial demostración de imbecilidad que habría extasiado a Torquemada marcó el inicio de la persecución sistemática de los escritores libres tan repugnantes al régimen.

Hace algo menos de un par de meses, si mal no recuerdo un 24 de marzo, Día nacional de la memoria por la verdad y la justicia, Facebook me recordó ese posteo que me pareció pertinente volver a publicar. En ese entonces, apareció, anticipatoria, la advertencia acerca de que la publicación violaba las inasibles normas de la comunidad de nadie.

Hice mi reclamo -nunca respondido- y lo dejé pasar: mal hecho. 

El ostracismo como control

En estos días descubrí que no fui -ni soy- la única víctima de un algoritmo. Un ingeniero electrónico me comentaba que la confección de esos artificios excede la matemática y que tienen un gran componente de prejuicio y estupidez. ¿Una prueba? Los pezones: si es masculino, pasa. Si es femenino: sólo en situación de amamantamiento, y, aún así, solo a veces.

Muchos de quienes se interiorizaron y preocuparon por este destierro virtual que me toca transitar me preguntan el por qué de la censura y la sanción. Al igual que a mí, les cuesta entender la lógica de un algoritmo que suprime una foto con muchos brazos vivando al Führer cuando en esa misma red la páginas de supremacistas raciales y filonazis gozan de una salud envidiable.

Las polis griegas fueron las primeras en aplicar la pena del destierro al que llamaron ostracismo. Los ciudadanos libres de Atenas, Argos, Megara o Mileto se reunían en el ágora y allí discutían si alguno de ellos habiendo reunido demasiado poder amenazaba sus libertades y votaban si era necesario que se alejase durante algún tiempo de sus ciudades.

Dicen que era la pena que más entristecía a un ateniense.

El 18 brumario del algoritmo

Karl Marx elige reformular una sentencia de Friedrich Hegel para comenzar su obra El 18 brumario de Luis Bonaparte con una frase que se haría célebre: “La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”.

Es así que pasamos del ágora de ciudadanos libres de las polis griegas dispuestos a defender su libertad al algoritmo anónimo y omnisciente que nos cuida de la libertad.

¿La verdad? Casi que apena pensar que una compañía cuya valuación oscila en alrededor de trescientos mil millones de dólares -más de la mitad del PBI de la Argentina- debe apelar a tales simplismos automatizados para poder decir que es algo que nunca llegó a ser.

Tras esa dificultad no puedo dejar de percibir un cierto temor a ese censor invisible y omnipresente. ¿Qué pasa si me pasa? ¿Y las fotos compartidas? ¿Y la gente con la que me comunico? ¿Qué sucedería si un día un puñado de compañías deciden que yo no existo? Y lo peor: ¿cómo es posible que mi existencia social sea en gran parte decidida por un algoritmo del que casi nadie sabe absolutamente nada pero que vigila y controla casi todo?

Pero no sólo es cierta presencia social la que se ve afectada, junto con recuerdos perdidos y obras que no volverán. Hoy las redes son fundamentales para llevar adelante nuestras tareas, en mi caso como periodista, docente y consultor, con lo cual incide negativamente en nuestras labores, especialmente en tiempos de aislamiento social y dinamita muchas de nuestras posibilidades de ejercer el derecho a trabajar.

Es muy raro reclamar a nadie. Colegas solidarios me han pasado direcciones, nombres y cargos. Pero no hay caso, me sigo sintiendo ante la ley. Ya no pasa por recuperar una cuenta en sino, también, para que no nos quiten espacios de libre expresión.

Pero acá llegamos a otra posta del problema; somos nosotros los que le damos al Caralibro el carácter de ley cuando no es otra cosa que un depósito de contenidos que busca un destino antes de acabar inexorablemente como una suerte de páginas amarillas con pretensiones: la red creada por Mark Zuckerberg no es nada sin nosotros. Somos nosotros quienes damos sentido a esa red que nos parasita.

Pero les tengo una noticia: Facebook agoniza, y lo saben. Lo que venga después dependerá, una vez más, de nosotros.

Mientras tanto, no quiero que haya más fotos de personas defendiendo sus derechos en soledad contra la prepotencia corporativa disfrazada de red social.

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