El tiempo pasa, el dolor queda

En realidad no sé muy bien si pasa el tiempo o pasamos nosotros. Pero de lo que sí estoy seguro es que la brecha entre el presente y el devastador suceso que significó la muerte de Damián ya cumple dos años y aunque la pena se sigue manifestando de distintas maneras, haber llegado a dilucidar la verdad de lo que sucedió dentro del laboratorio donde se apagó la vida de mi hijo, nos ha dado a mí y a mi familia una gran paz interior que tiempo atrás parecía una utopía poder alcanzarla.Es que la verdad es un imperativo ético, donde se debe investigar para alcanzarla para luego difundirla y ponerla en conocimiento de todos. De acuerdo a esta experiencia, para que ello ocurra, madres y padres deben involucrarse de tal manera que la causa que los afecta pase a articularse al compás de sus sensaciones y los pasos jurídicos -contrariamente a lo que se cree y a lo que es habitual- los patrocinantes legales que se contraten deben aceptar el rol de ser los primeros auxiliares de los querellantes y no al revés como sucede corrientemente y si bien hay que ser respetuosos de la asistencia profesional requerida, hay que tratar de consensuar siempre la estrategia a utilizar.

Por eso sugiero usar a rajatabla la intuición y tratar de ser lo bastante convincentes para que se respete el parecer de los representados. Esto es lo que se podría llamar la ética de la verdad.

Todo esto es lo prioritario, porque según la psicología, el desconocimiento de la verdad tiende a llenar las mentes con fantasías terroríficas y como quizás lo menos tolerado por el psiquismo sea la incertidumbre, es uno quien debe hacerse cargo de las riendas, ya que la falta de información produce dudas y por ende, elucubraciones non sanctas. La verdad es un primer paso que necesariamente debe ir seguido por la justicia. Porque arribar a la verdad y crear un consenso social acerca de lo ocurrido, debe invariablemente continuarse con justicia, a riesgo de convertir la misma en un gran acto exhibicionista, en una perversidad, en algo que podría alterar sus fines.

Como ya dije, la justicia comienza con el develamiento de la verdad. Pero no puede quedarse sólo ahí. Justicia debe ser sinónimo de punición y la condena un reparador simbólico, puesto que si bien no borra el daño, lo reconoce. Según los expertos, este reconocimiento es de gran importancia para la elaboración individual y colectiva de los traumas y de las pérdidas, ya que la falta de justicia efectiva es un obstáculo para esta elaboración, a la vez que representa una nueva agresión. No hay justicia sin verdad, pero tampoco la hay sin punición. Podrá discutirse cuál es el castigo adecuado, pero no la necesidad del escarmiento, dado que en todos los casos la condena actúa como un elemento reparador.

Por ello, lo más grave de todo proceso judicial debe ser la impunidad, ya que en todos los casos, la falta de justicia es una pesada hipoteca para el futuro y sus efectos prácticos y simbólicos seguramente se van a transmitir transgeneracionalmente.

A través de la lectura de los distintos artículos que escribí en este medio sobre la muerte de Damián, seguramente se habrán encontrado con mutaciones y contradicciones. Y la explicación está en que es imposible que ello no ocurra, ya que de acuerdo a los avatares que se fueron sucediendo en el día a día, por ahí fueron cambiando los enfoques y además, los distintos estados de ánimo han coadyuvado para que en muchos casos el espíritu negativo se transformara en positivo y viceversa.

Pero leyendo cada uno de los escritos, también notará que si de algo me puedo jactar es de no haber perdido nunca la coherencia y jamás haberme apartado de la consigna que fue el punto de partida de esta lucha y que siempre habló, exigió y demandará eternamente JUSTICIA POR DAMIAN.

Desde el día en que mi hijo murió hasta que uno de los ejes de la justicia descifró la verdad pasaron dieciocho meses, por lo que esa sentencia parcial ya se traspoló hacia la otra pata judicial y en ese aspecto, somos perfectamente conscientes que para que ese ámbito decida elevarla a juicio (si es que opta por ello), luego se expida y después de las consecutivas apelaciones ofrezca un dictamen definitivo, deberemos afrontar infinitos trámites y varios años de espera, algo que obviamente -mal que nos pese- estamos dispuestos a soportar.

Me tocó en carne propia la pérdida de varios familiares cercanos, pero nada se compara con la muerte de un hijo y quizás para quienes la padecemos esta sea la experiencia más cercana a nuestra propia muerte. Y si bien en un principio me pregunté ¿por qué a mí?, más tarde me fui dando cuenta que la mejor respuesta también estaba en mí mismo, cuando decidí auto interpelarme y recordé que tengo un pasado lleno de acontecimientos positivos. Claro, este es un concepto muy personal o quizás la manera conciente (o inconsciente) que encontré para metabolizar el dolor y que la pena se transformara en una especie de resignación y además, me sirvió para comprender cuánto más sentido empieza a tener la vida a partir de la muerte misma.

Despedirse de un hijo es una de las pruebas más duras de la vida, pero es también una extraordinaria posibilidad de conocernos a nosotros mismos y de replantearnos la posibilidad de elaborar a futuro un nuevo proyecto de vida, algo que nos motive a encontrarnos al final del túnel iluminados por esa luz que en un momento dado la veíamos muy distante.

También entendí porqué en fechas puntuales suelo apelar a las palabras para hacer catarsis y porqué sigo manteniendo la necesidad de escribir sobre el caso.

Eso sucede fundamentalmente porque es de mi especial interés difundir esta experiencia, dejar un testimonio gráfico sobre ella y por ahí, poder ayudar a otra persona en mi misma o parecida condición. Nunca me enteraré si a alguien le sirvieron o le servirán mis escritos, pero como tengo el privilegio de trabajar en esto, sería muy egoísta de mi parte no aprovechar el ejercicio diario que implica mi profesión, y a través de ella amplificar mis demandas y sensaciones tratando de interesar hasta el más anónimo de los lectores.

Por todo esto es que persisto en seguir transformando mis sentimientos en palabras, porque en definitiva es como dijo Eduardo Galeano: “Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos”.

Por: Carlos R. Correa

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